A principios del siglo XX hubo una epidemia de gripe muy grave en el mundo. La conocerán algunos porque injustamente fue llamada como gripe española, mató en 1918 entre 30 y 50 millones de personas en un año, en España fallecieron no menos de 300.000 personas, de las que unas 3.500 lo hicieron en Palencia y varios cientos en el partido judicial de Frechilla al que pertenecía Fuentes de Nava. Tenía mi abuela Teodora entonces unos 18 o 19 años cuando sucedió uno de tantos hechos que acaecían cuando fallecía mucha gente y se daban prisa por enterrarlos. Contaré un par de casos que contaban mis padres y que se me han quedado archivados en mi memoria.
Parece ser que un vecino del pueblo enfermó de la dichosa gripe y falleció o al menos eso creyeron, pues quedó como muerto, en estado cataléptico. Nada más fallecer le trasladaron al depósito del camposanto, a la espera de ser enterrado al día siguiente, pero aquella misma noche llamaron a la puerta de la casa familiar. Preguntaron, ¿Quien es? Abre, contestó una voz familiar. Dijo la hija, ¡es mi padre!, contestó el otro hijo , ¿cómo puede ser, si esta muerto?. Abrieron y allí, a la puerta de la casa, en efecto estaba su padre. El padre no había muerto, había despertado de su catalepsia, salido del depósito, (que al parecer estaba iluminado por una escuálida bombilla) y había saltado las tapias del cementerio, rumbo a su casa. Se pueden imaginar el susto, la sorpresa y luego la alegría imagino tanto del muerto resucitado como de la familia.
En aquella misma época pandémica de 1918, la mujer del señor Juan (ignoro el apellido) había enfermado y muerto de gripe o al menos eso creyó todo el mundo. Pero en esta ocasión, la historia fue muy diferente. La habían enterrado viva, pues poco después tuvieron que exhumar su restos y el cuerpo estaba de espaldas, dado la vuelta boca a abajo. Imaginense la desesperación de la pobre mujer al despertar de su letargo y comprobar que estaba sepultada viva.
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