Habían pasado seis años desde mi último viaje y no habían pasado en balde. Las locomotoras negras de vapor del Iberia Express que nos llevaban al pueblo se habían jubilado para siempre. En esta ocasión hicimos el trayecto en un convoy arrastrado por una locomotora diésel. Los compartimentos de aquel tren larguísimo eran algo más cómodos que los viejos coches de madera, con asientos de skay verde, pero conservaban ese aire antiguo, como de otra época, donde se percibía el olor a una mezcla de polvo y humo de tabaco rancio y donde se tejían, igual que años atrás, conversaciones entre desconocidos que coincidían durante un limitado tiempo. El viaje comenzaba mucho antes de llegar a la meseta. Cogíamos el tranvía hasta Alsasua, todavía con la frescura de la mañana pegada a la ropa, y allí enlazábamos con el tren “de verdad”. En Alsasua nos aguardaba la primera gran prueba de paciencia: las largas esperas. Las estaciones de entonces tenían algo de escenario de película antigua: bancos de madera, un bar con olor a vino y calamares fritos, y un ir y venir pausado de viajeros con maletas de cartón y bolsas. Nosotros matábamos el tiempo mirando el tablón de salidas y llegadas y aguardando el momento en que por los altavoces sonara la esperada cantinela:
—«Atención, señores viajeros: el tren procedente de… va a efectuar su entrada en la vía…»
A partir de ese momento, desde la ventanilla del tren el paisaje empezaba a abrirse: las montañas agrestes de la Barranca se iban achatando a medida que surcábamos la llanura alavesa, los montes se volvían cerros redondeados, hasta que, poco a poco, se imponía la llanura castellana como una tabla inmensa, surcada por campos de cereal, rastrojos amarillos y alguna hilera de árboles marcando los cauces de los ríos. El trayecto en el tren tenía algo de ceremonia repetida: el traqueteo metálico de las ruedas al pasar por las juntas de los raíles, el vaivén rítmico del vagón, el olor de los bocadillos envueltos en papel de peródico, que mi madre sacaba hacia media mañana, los niños inquietos, traviesos que se asomaban a la ventanilla y retiraban a última hora la cabeza cuando entrábamos en un túnel. La meseta se extendía, pelada y luminosa, bajo un cielo enorme, de un azul ligeramente blanquecino por el calor. Después venía el último tramo hasta Palencia, adonde solíamos llegar hacia las cuatro de la tarde, con el sol ya alto, pegando duro sobre las vías y sobre las fachadas de la estación.
Por las tardes solíamos dar paseos por las afueras. Salíamos del pueblo y, al poco, ya estábamos rodeados de campo abierto. Por un lado, el puente sobre el seco río Valdeginate, que a veces se reducía a un hilo de agua o a un cauce pedregoso; por otro, los caminos que llevaban a las parcelas, flanqueados por hileras de cardos, amapolas tardías y algún majuelo retorcido. Desde allí se veía, disperso en el campo, el paisaje de los palomares: construcciones circulares, de tapial y teja, con los huecos perfectamente alineados que recordaban a una especie de órgano detenido en medio del cereal. Algunos estaban medio derruidos, con la techumbre hundida; otros seguían en uso, rodeados a veces por un pequeño huerto.
También recuerdo detrás de la iglesia, en un camino a la salida del pueblo, el palacio popularmente conocido como de la reina Berenguela aunque en realidad era el palacio de su mayordomo Gonzalo Ruiz Girón, señor de Autillo, posteriormente palacio de los señores de Reinoso. El palacio se encontraba, cuando iba yo a Autillo de vacaciones, muy deteriorado y el interior totalmente abandonado, pues no en vano había sido utilizado durante muchos años como granero.
El pueblo, y en especial este lugar, habían tenido su momento de gloria en la historia de España. Fue aquí, en 1217, donde la reina Berenguela abdicó en su hijo Fernando III, el Santo, quien, proclamado rey en estas tierras palentinas, acabaría unificando los reinos de Castilla y de León. Pensar en ese episodio, mientras uno veía al mismo tiempo a un tractor pasar lentamente por un camino polvoriento, producía una sensación extraña: la Historia con mayúsculas y la vida campesina de todos los días mezcladas en un mismo escenario de adobe, trigo y un cielo enorme, en un horizonte sin fin.















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