domingo, 7 de diciembre de 2025

Mis viajes veraniegos a Autillo de Campos (1977-1982)

Seis años después de lo narrado en la entrada anterior, cuando la infancia empezaba a quedar atrás y asomaba tímidamente la adolescencia, en 1977 volví a la meseta castellana. Aquella vez el viaje tenía un peso distinto. Hacía apenas un par de meses que había fallecido mi abuela Teodora y mi abuelo Vicente, viudo y entristecido, quería reencontrarse con su hija, mi madre Cecilia a la que no veía desde hacía cinco años. Así que aquel verano regresamos, pero no a Fuentes de Nava, sino a Autillo de Campos, el pueblo en el que mi abuelo vivía con su hija mayor, mi tía Afrodísia. Nuestra llegada coincidió con el sorpresivo derrumbe de una parte de la casa de mi abuelo en Fuentes. Una obra en la vivienda contigua había provocado el desplome de la vieja pared de adobe sobre la zona de los dormitorios, precisamente aquellos en los que yo había dormido de niño, años atrás. De repente, las vigas, los adobes y el polvo se amontonaron donde antes había armarios, camas y recuerdos. Aquella ruina fue un drama para todos; para mí, era como si se hubiera venido abajo, de golpe, un trozo físico de mi infancia, una de esas habitaciones donde uno cree que el tiempo no pasa y que, sin embargo, un buen día deja de existir. 

Habían pasado seis años desde mi último viaje y no habían pasado en balde. Las locomotoras negras de vapor del Iberia Express que nos llevaban al pueblo se habían jubilado para siempre. En esta ocasión hicimos el trayecto en un convoy arrastrado por una locomotora diésel. Los compartimentos de aquel tren larguísimo eran algo más cómodos que los viejos coches de madera,  con asientos de skay verde, pero conservaban ese aire antiguo, como de otra época, donde se percibía el olor a una mezcla de polvo y  humo de tabaco rancio y donde se tejían, igual que años atrás, conversaciones entre desconocidos que coincidían durante un limitado  tiempo. El viaje comenzaba mucho antes de llegar a la meseta. Cogíamos el tranvía hasta Alsasua, todavía con la frescura de la mañana  pegada a la ropa, y allí enlazábamos con el tren “de verdad”. 

En Alsasua nos aguardaba la primera gran prueba de paciencia: las largas esperas. Las estaciones de entonces tenían algo de escenario de película antigua: bancos de madera,  un bar con olor a vino y calamares fritos, y un ir y venir pausado de viajeros con maletas de cartón y bolsas. Nosotros matábamos el tiempo mirando el tablón de salidas y llegadas y aguardando el momento en que por los altavoces sonara la  esperada cantinela:

—«Atención, señores viajeros: el tren procedente de… va a efectuar su entrada en la vía…»


A partir de ese momento, desde la ventanilla del tren el paisaje empezaba a abrirse: las montañas agrestes de la Barranca se iban achatando a medida que surcábamos la llanura alavesa, los montes se volvían cerros redondeados, hasta que, poco a poco, se imponía la llanura castellana como una tabla inmensa, surcada por campos de cereal, rastrojos amarillos y alguna hilera de árboles  marcando los cauces de los ríos.  El trayecto en el tren tenía algo de ceremonia repetida: el traqueteo metálico de las ruedas al pasar por las juntas de los raíles, el vaivén rítmico del vagón, el olor de los bocadillos envueltos en papel de peródico, que mi madre sacaba hacia media mañana, los niños inquietos, traviesos que se asomaban a la ventanilla y retiraban a última hora la cabeza cuando entrábamos en un túnel. La meseta se extendía, pelada y luminosa, bajo un cielo enorme, de un azul ligeramente blanquecino por el calor. Después venía el último tramo hasta Palencia, adonde solíamos llegar hacia las cuatro de la tarde, con el sol ya alto, pegando duro sobre las vías y sobre las fachadas de la estación. 

Desde Palencia tomábamos el autobús de línea hacia Autillo. Aquel autobús era un pequeño mundo en sí mismo: gente del pueblo que volvía con la compra hecha en la capital, algún viajante con su maletín, alguna anciana de luto riguroso con un pañuelo negro en la cabeza y una bolsa de tela bajo el brazo. El vehículo avanzaba por la carretera comarcal entre campos dorados y tierras de barbecho. Al fondo, de vez en cuando, se alzaban alguno palomares, con sus pequeños huecos en la parte alta, como fortines de barro custodiando la llanura. 

Llegábamos a Autillo sobre las seis o seis y media de la tarde. La luz a esa hora tenía un tono dorado, oblicuo, que alargaba las sombras de las casas y  los pocos árboles junto a las eras. El pueblo nos recibía con su calma habitual: algún tractor regresando despacio del campo, el ladrido de un perro, un vecino sentado a la fresca en una silla baja, la puerta de un bar entreabierta y el rumor apagado de unas voces dentro. Después venía la puesta al día, interminable, tras tantos años sin haber vuelto: preguntas, abrazos, comparaciones (“¡cómo has crecido!”), comentarios sobre los que ya no estaban y lo que había pasado en nuestra ausencia.

¿Qué recuerdo de aquella primera estancia en Autillo, tras tantos años de ausencia?. Sobre todo recuerdo al abuelo Vicente que por aquel entonces estaba  a punto de cumplir 80 años, y nuestros gestos cómplices de abuelo-nieto  como aquellos cortes de mangas que solíamos hacer tanto él como yo  riéndonos al tiempo que decíamos "por aquí".  Era nuestra broma particular de aquel verano. Además compartíamos habitación. Yo dormía en una turca, junto a él; mi hermano se apañaba en el sofá cama del cuarto de estar. Todavía le veo sentado en su sillón, junto a la ventana que daba a la calle, con la boina calada, la mirada a veces perdida en un punto indefinido, como ensimismada, tal vez  recordando  otras épocas de su vida. Toda su vida había sido pastor. En aquella habitación, los sonidos de la calle llegaban amortiguados: el paso de algún tractor, el murmullo de las vecinas que charlaban delante de la puerta, el grito lejano de unos críos jugando cerca.

Aún vivía mi tío Ángel González, que fallecería al año siguiente al caerse en un pozo en el campo, una tarde después de comer. Su presencia en la casa tenía algo de rutina : entraba con la camisa remangada, saludaba cariñosamente a mi abuelo, decía cuatro palabras y se volvía a ir. Mi hermano pasaba poco tiempo en casa. Cogía la bicicleta de mi tía, una bicicleta azul, sin barra y  y se echaba a los caminos. La llanura se prestaba a ello: carreteras secundarias casi sin tráfico, pistas de tierra que se perdían entre fincas de trigo y de cebada  y pueblos que asomaban en el horizonte como pequeños montículos de tejados rojizos. Algo similar haría yo mismo en los veranos de 1979 y 1982, cuando la bicicleta se convirtió para mí en una forma de ampliar horizontes y conquistar paso a paso, pedalada a pedalada la meseta: Fuentes, Abarca, Frechilla, Cisneros, Castromocho, Villarramiel… Los nombres de esos pueblos, vistos desde la bici, sabían a  sudor en la frente y a la recompensa de un refresco en casa o en  el bar de la plaza.

Recuerdo bien los atardeceres rojizos, cuando el sol caía lentamente detrás de los campos y teñía de naranja las paredes de adobe y las nubes delgadas. El aire se llenaba de un olor a tierra caliente que se enfriaba poco a poco. Recuerdo también los amaneceres, marcados por el canto del gallo, que sonaba muy cerca de nuestra habitación, la que compartíamos mi abuelo y yo. Esa voz estridente y puntual era nuestro despertador: a partir de entonces, perros, carros, puertas y voces iban componiendo, pieza a pieza, el sonido de la mañana.

Por las tardes solíamos dar paseos por las afueras. Salíamos del pueblo y, al poco, ya estábamos rodeados de campo abierto. Por un lado, el puente sobre el seco río Valdeginate, que a veces se reducía a un hilo de agua o a un cauce pedregoso; por otro, los caminos que llevaban a las parcelas, flanqueados por hileras de cardos, amapolas tardías y algún majuelo retorcido. Desde allí se veía, disperso en el campo, el paisaje de los palomares: construcciones circulares, de tapial y teja, con los huecos perfectamente alineados que recordaban a una especie de órgano detenido en medio del cereal. Algunos estaban medio derruidos, con la techumbre hundida; otros seguían en uso, rodeados a veces por un pequeño huerto.

El Canal de Castilla, cuando nos acercábamos a él, aportaba una nota distinta a todo ese paisaje seco. El agua discurría lenta y silenciosa entre los muros de piedra, apenas rizada por el viento. A su lado, la vegetación era más densa, más verde, como si el canal hubiera creado un pequeño mundo aparte dentro de la llanura. Ver pasar el agua, tan calmada, sabiendo que estábamos en pleno corazón de la meseta, tenía algo de hipnótico.
 

En la casa, la vida seguía los ritmos de siempre. Las vecinas venían a visitar a mi tía Afrodísia, y las conversaciones se alargaban  en la calle o en el cuarto de estar durante horas:  hablaban de todo y de todos: que si el hijo de fulanito que salía con menganita se va a casar de forma apresurada, que a fulano de tal le han visto con una querida, etc. Entre tanto, en la televisión echaban Curro Jiménez,  Raíces o Marco… 

En 1979 volvimos de nuevo mis padres y yo a Autillo porque mi hermano estaba haciendo el servicio militar en Cádiz. Aun así, le dieron un permiso y pudo acercarse al pueblo, de manera que aquel año volvimos a Pamplona juntos, adelantando el regreso. La dinámica este año era parecida: días de campo, conversaciones con el abuelo, excursiones en bicicleta por los caminos comarcales, en ocasiones junto a mi padre.

Al igual que años atrás había un día reservado para visitar la casa de los abuelos paternos, en esta etapa al menos un día íbamos a comer a casa de mi tía Socorro, la hermana mayor de mi padre que se había casado unos años antes con José Torres, primo segundo de mi madre. Mi tía Socorro se esmeraba en llenar la nevera con las cosas que sabía que nos gustaban: algunos embutidos, Kas de naranja o de limón  y algún envase de Pralín o de Nocilla.

No recuerdo el motivo por el que no fuimos en los veranos de 1980 y 1981, pero en 1982 regresamos a Autillo. Fui con mi madre, íbamos en un Electrotren de color rojo, que reducía el viaje, directo desde Pamplona,  a cuatro horas o cuatro horas y media; Salía, creo que al mediodía y llegábamos a media tarde. Pasada una semana, mi madre volvió a Pamplona —mi hermano trabajaba entonces en la factoría de Danone, en la Ulzama— y le relevó mi padre, con quien regresé finalmente a casa. Aquel verano sería el último que pasaría en Autillo. Al año siguiente sólo viajo mi madre; mi abuelo ya se encontraba muy mal y fallecería unos días antes de cumplir los 90 años, a finales de agosto de 1983. Con su muerte, de algún modo, se cerraba también mi ciclo de veranos en los pueblos de  Tierra de Campos.

De Autillo recuerdo la imagen de la iglesia de Santa Eufemia, con su torre exenta. La veía nada más abrir la puerta de la casa: allí, a la derecha, entre algunos árboles, recortada contra el cielo, como una presencia constante que desafiaba el paso de los años, el paso del tiempo.

Recuerdo también la fuente pública del pueblo. En aquellos años creo que ya había perdido su manivela. Sé que existe referencia documental de esa fuente al menos desde el siglo XVIII, aunque la construcción podría ser  más antigua. Durante mucho tiempo, el agua se había extraído mediante una manivela metálica giratoria, accionada a mano, que ponía en movimiento una serie de cangilones, al estilo de las norias. El agua que sobraba iba a parar a un pilón que servía de abrevadero para las mulas y ovejas que se acercaban al final del día. Cuando yo volví en esta segunda época, el pilón ya había desaparecido y el agua se sacaba con un pequeño motor eléctrico. En los años ochenta se desaconsejaba su uso por estar contaminado el acuífero de sulfatos y otros productos químicos y de origen orgánico que se filtraban por los fertilizantes agrarios usados en los campos vecinos. 

También recuerdo detrás de la iglesia, en un camino a la salida del pueblo, el palacio popularmente conocido como de la reina Berenguela aunque en realidad era el palacio de su mayordomo Gonzalo Ruiz Girón, señor de Autillo, posteriormente palacio de los señores de Reinoso. El palacio se encontraba, cuando iba yo a Autillo de vacaciones, muy deteriorado y el interior totalmente abandonado, pues no en vano había sido utilizado durante muchos años como granero.

El pueblo, y en especial este lugar, habían tenido su momento de gloria en la historia de España. Fue aquí, en 1217, donde la reina Berenguela abdicó en su hijo Fernando III, el Santo, quien, proclamado rey en estas tierras palentinas, acabaría unificando los reinos de Castilla y de León. Pensar en ese episodio, mientras uno veía al mismo tiempo a un tractor pasar lentamente por un camino polvoriento, producía una sensación extraña: la Historia con mayúsculas y la vida campesina de todos los días mezcladas en un mismo escenario de adobe, trigo y un  cielo enorme, en un horizonte sin fin.

Así fueron aquellos veranos en Autillo de mi adolescencia y primera juventud:  largos trenes que cruzaban la meseta, autobuses circulando por carreteras regionales y por caminos polvorientos, bicicletas perdiéndose entre interminables campos de cereal, el abuelo Vicente en su sillón junto a la ventana, los palomares como pequeñas fortalezas de barro y el Canal de Castilla cortando, silencioso, la llanura. Un mundo que parecía inmóvil y que, sin embargo, también iba cambiando poco a poco, mientras iba creciendo, haciéndome adulto sin darme del todo cuenta.

sábado, 6 de diciembre de 2025

Mis viajes al pueblo: Fuentes de Nava (1965-1971)

Cuando era niño, desde que tengo recuerdos, a primeros de agosto mi familia se preparaba para pasar un par de semanas en la casa de los abuelos, de mis abuelos maternos, Vicente Torres y Teodora Moro, situada, saliendo de la ronda de las Brujas a la izquierda, sobre una pequeña elevación del terreno, delante de lo que es  hoy la calle Cercas de Vega, antiguamente calle Huertas. 

Lo primero que me viene a la memoria de aquellos días  es el día de viaje. En casa, en Pamplona, todo empezaba mucho antes de subirse al tren. Mi padre, Antonino,  se levantaba muy temprano, más nervioso de lo habitual. Había que repasar bien todo: cerrar la llave del agua, bajar los plomos, comprobar una y otra vez que no se quedaba ninguna luz encendida. Una de las maletas, la más grande, la terminaba cerrando con cuerdas, "por si acaso".

Mi madre, Cecilia, ya tenía preparada la comida para la interminable jornada ferroviaria: unas generosas tortillas de patata con cebolla y algunos filetes, todo bien dispuesto en una fiambrera de las de antes. Yo vivía aquellos primeros días de agosto con una ilusión desbordada: significaban la ruptura con la aburrida cotidianidad y el comienzo de las vacaciones en el pueblo. Eran esos días y no otros porque era entonces cuando a mi padre le daban vacaciones en la fábrica, Bendibérica, antigua Frenos Urra.


Mi padre tenía la mala costumbre -o la bendita costumbre vaya usted a saber- de acudir con muchísima antelación a la estación del Norte. Se ponía muy nervioso antes de viajar, y claro, nos contagiaba a todos. A las ocho menos cuarto ya estábamos allí para coger el omnibús o tranvía hasta Alsasua, de color plateado, según guardo en la retina.

En Alsasua nos esperaba la primera prueba de paciencia: al menos dos horas, hasta las 11 de la mañana, dos horas que se hacían eternas hasta la llegada del  tren  Iberia Express, que venía desde Irún y acababa en Fuentes de Oñoro, en la provincia de Salamanca, casi en la muga con Portugal. Era un larguísimo convoy de una docena de vagones, con pasillos largos e interminables y aquellos compartimentos de madera tan característicos. Delante, una locomotora negra de vapor arrancaba con un resoplido hondo y nos arrastraba, traqueteando, a lo largo de la jornada. 

El viaje de apenas trescientos kilómetros duraba casi doce horas. Recuerdo el movimiento del tren, el calor dentro de los compartimentos, las jornadas luminosas de agosto vistas a través de la ventanilla del pasillo. Desde allí se sucedían las imágenes: la imponente proa del Monte Beriain al final de la sierra de San Donato, la sierra de Aralar, el desfiladero de Pancorbo abriéndose camino hacia la Meseta, algún toro de Osborne recortado en lo alto de un cerro, los túneles que se tragaban el tren y lo devolvían envuelto en humo.

Como niños inquietos, como solo lo pueden ser los niños  no solíamos aguantar demasiado tiempo quietos en el compartimento y de vez en cuando salíamos al pasillo ante la mirada desaprobatoria de nuestra madre, Cecilia. Las horas transcurrían lentas mecidos por el inconfundible traqueteo del convoy.

También recuerdo el variopinto paisanaje que llenaba aquellos vagones y compartimentos de madera: familias como la nuestra cargadas de bultos que viajaban desde la ciudad a sus pueblos de origen, "chortas" o reclutas que volvían a sus casas para pasar unos días, monjas, viajantes y jóvenes de ambos sexos en sus primeras escapadas viajeras por la geografía nacional de mediados y finales de los sesenta. Eran frecuentes las conversaciones improvisadas entre desconocidos, que a veces se quedaban a mitad de camino y otras llegaban hasta los destinos finales: Vitoria, Miranda de Ebro, Burgos, Venta de Baños...

A las cuatro y media llegábamos a Venta de Baños para hacer el último transbordo y coger el tren a Palencia, capital. No demasiado lejos de la estación se encontraba la parada del autobús de línea de Pobes, que generalmente nos dejaba en la calle Mayor de Fuentes en torno a las siete y media u ocho menos cuarto de la tarde, 
junto a la iglesia de Santa María. Desde allí, con las maletas más ligeras y el cansancio pegado al cuerpo, caminábamos hacia la casa de los abuelos. A medida que nos acercábamos a la trasera de la casa, los perros que estaban encerrados en el corral empezaban a ladrar como si nos reconocieran antes de vernos, lo que alertaba  al abuelo Vicente de nuestra llegada. La larga jornada de viaje había terminado.

Los abuelos nos preguntaban por como nos había ido el viaje y la conversación se alargaba hasta la cena e iba desde como habían crecido los niños, o sea nosotros, a los últimos acontecimientos acaecidos en el pueblo, desde nuestra última visita. Recuerdo que mi hermano y yo dormíamos en una cama en la habitación de mi tio Ignacio y en la otra mis padres. A la izquierda de esa habitación había otra donde dormían los abuelos. De aquella casa de la que conservo recuerdos muy nítidos me acuerdo del largo pasillo con una ligera inclinación ascendente desde la puerta de la entrada hasta la zona de las habitaciones en la parte más alta de la casa, y antes de llegar a ellas había una estancia que hacía de recibidor donde estaba la trébede y un  reloj de pared. Recuerdo bajar cada mañana descalzo por ese pasillo de baldosas rojas  fregadas hacía un rato por la abuela. El abuelo Vicente, con su chaleco negro, ya estaba jubilado por aquel entonces, pero seguía saliendo al campo a acompañar a su hijo Ignacio, que se ocupaba del rebaño de ovejas. Las ovejas dormían en una tenada cuatro casas más adelante. 

Al entrar en la casa había una estancia donde se secaban los quesos hechos por la abuela en la artesa y  también algunos chorizos colgados; Por unas escaleras se subía a una panera desde donde los gatos bajaban después, merodeando huidizos entre nuestras piernas Y también había un pequeño pajar aunque no recuerdo si se podía ver desde la panera o tenía un acceso directo.

A la izquierda del largo pasillo ascendente se abría un patio minúsculo y estrechísimo, con varias macetas de flores, enredaderas y un rincón donde mi abuela cultivaba perejil para utilizarlo en los guisos. El patio se iniciaba cerca de donde estaba la puerta de la cocina,  una estrecha estancia con dos partes bien diferenciadas, a la izquierda la pila del agua, el pozo, tapado con unas tablas, y el fogón donde se ponía el puchero, a la derecha la mesa de la cocina y en el medio de las dos partes de la estancia encontrábamos la puerta que daba al corral con los perros  y, bajo un sobrado, un pequeño corral de gallinas y la conejera justo enfrente de la puerta. Los perros, se llamaban Mora, una perra de pelo negro y Listo, el pobre muy viejito y de pelo grisaceo; eran los perros que recuerdo tenían mis abuelos cuando yo era muy niño, luego se incorporaría algún otro, de color canela, que respondía al nombre de Navarro, imagino que en homenaje a nuestra nueva patria adoptiva. 

En la cocina, junto a la puerta que daba al corral, había un ventanuco con cristales que dejaba pasar una luz escasa pero suficiente. En la pared colgaba un calendario zaragozano, de esos de taco, que el abuelo o la abuela deshojaban cada  día. Recuerdo perfectamente a mi abuelo Vicente comiendo un par de huevos fritos con pimentón en la cocina y también recuerdo a mi padre afeitándolo con una navaja de afeitar de las de antes, y tras el afeitado verse la cara en un espejito que había en la pared, rasuradita y brillante. Tras la cocina había una estancia,  la despensa, donde se guardaba el vino y en la que se guardaban tinajas, pucheros de barro, chorizos y manteca  y creo recordar que en la cocina había también una alacena donde mi abuela guardaba frascos, platos y algún dulce escondido. Siempre me ha sorprendido cómo en aquella casa, que no era tan grande, cabían tantas cosas y dependencias diferentes.

La casa de Vicente y Teodora estaba sobre una pequeña elevación, como las casas vecinas, mientras por debajo discurría un camino y, enfrente, se alzaba una enorme casa  llena de ventanales. En la pendiente de hierba frente a la casa colgaba a veces mi abuela la ropa blanca para que se secara al sol. Por las noches, desde aquella planicie, el cielo se abría como un libro de estrellas, y un farolillo en la esquina apenas rompía la oscuridad pero bastaba para que el pueblo pareciera más acogedor y sirviera de escenario para las interminables conversaciones de verano. No muy lejos de allí estaban las bodeguillas, hoy desaparecidas, y la calle de la Cárcaba, que también forma parte del mapa de mi memoria. 

Aunque pasábamos la mayor parte del tiempo en casa de mis abuelos maternos, no podía faltar la visita y comida de rigor en casa de mis abuelos paternos, Máximo Albillo y Felicitas Alario, que vivían en una casa situada en el corro del Cuartel, junto a la panadería de Sevilla. La panadería estaba situada a su izquierda. A su derecha había un taller de reparación de maquinaria agrícola y enfrente la casa de Martina, madrina de mi hermano Luis Angel que habitaba una casa enorme. Al franquear el portón de entrada de madera claveteada como tantas otras  recuerdo un zaguán con el suelo empedrado, como de cantos rodados, a la izquierda había un cuarto de estar con ventana  al Corro  y al fondo un dormitorio interior  o recámara con dos camas que  era el cuarto de los abuelos. Desde ese zaguán se podía subir a la panera, donde mi hermano me dice que había vasijas de cristal redondas que no eran sino garrafas de vino que luego se protegían con mimbre o esparto, o  monedas de cobre de la época de Isabel II y Alfonso XII. A la derecha del zaguán se abría la bajada a la bodega. 

En 1971 la bodega se hundió; el derrumbe amenazó la estabilidad de toda la casa y llenó de preocupación los últimos días del abuelo. Sin recursos para arreglarla, aquella angustia le fue minando hasta que murió de una parada cardiaca en junio de ese mismo año. Siempre he pensado que la preocupación por la bodega tuvo tanto que ver con su muerte como cualquier enfermedad y que precipitó su fallecimiento. Pasado el zaguán se accedía a una zona intermedia sin techo; a la izquierda estaba la cocina y una habitación, donde dormía mi tía Socorro y, más allá, un gran corral. A mano izquierda se veían los restos de una antigua cuadra con pesebre para las caballerizas.

Mi abuelo que había sido albañil en su juventud, como lo fue su padre Santiago,  había tenido, desde antes de la guerra, una cantina que a partir de los años 60 llamó "La Ponderosa", inspirado por la serie "Bonanza" famosa en la televisión de aquel  entonces. Estaba cerca de la plaza de Calvo Sotelo,  y también cerca de una pequeña tienda de alimentación regentada por una mujer a la que llamaban "la Jita". En casa de mi abuelo había también una radio de válvulas, con la que podía sintonizar "La Pirenaica"    en aquellos años grises de la última década del franquismo.

Los dos o tres últimos días de vacaciones los pasábamos en casa de mis tíos Angel y Afrodisia en el cercano pueblo de Autillo de Campos, a cuatro kilómetros de Fuentes. Era una casa grande, elegante, de dos plantas,  a la entrada del pueblo, muy cerca de la iglesia de Santa Eufemia, con su torre exenta. La puerta de la casa era de color crema, con timbre y aldaba metálica. Tras ella había un pequeño hall y una segunda puerta que daba acceso a la casa.

A la izquierda se encontraba el cuarto de estar, con el tresillo y la televisión, cuando todavía no todo el mundo la tenía. Allí recuerdo haber visto en aquellos años series como "Los persuasores", "Audacia es el juego", "Jim West", "El ladrón sin destino" y otras que se pierden en la niebla de mis recuerdos.  Al fondo del cuarto de estar había un dormitorio cuya ventana daba al corral y donde dormiría  años más tarde el abuelo Vicente cuando, ya viudo, se fue a vivir con su hija Afrodisia. 

El hall de entrada era amplio; allí estaba el imprescindible reloj de pared  y en mi recuerdo se cuela también la imagen de algún zorro disecado en actitud vigilante. A la derecha se abrían dos habitaciones, las de mis tíos y la que utilizaban mis padres cuando íbamos. Por unas escaleras se subía a la planta superior, donde había una despensa muy surtida: recuerdo  las galletas que mi tía acumulaba y que acababan caducándose. Desde el recibidor se pasaba a una antecocina y, a la derecha, a la cocina propiamente dicha. La radio de válvulas de la casa estaba en esa antecocina, acompañando el trajín diario.

Tras la antecocina se accedía a un patio con un pozo a la derecha. En la parte alta de la casa mi tía tenía unas colmenas de las que sacaba cera y miel; cerca, un bloque de flores daba color al conjunto, una parte del cual estaba cubierto por un sobretecho. A la izquierda se abría el corral, con gallinas, algún gallo un tanto agresivo y el corral de ganado.

Del pueblo de  Autillo recuerdo también una fuente a la salida del pueblo de la que salía agua al mover una manivela, un antiguo lavadero cubierto, la vieja torre de piedra donde se alojó la reina doña Berenguela convertida en pajar, los palomares redondos y ese ambiente de pueblo chico donde nuestra visita como en Fuentes se convertía en toda una novedad. 

Qué otros recuerdos guardo de aquel entonces. Son muchísimas las imagenes, momentos,  sonidos y olores que se agolpan en mi memoria pugnando por salir: los rebaños de ovejas levantando polvo por los caminos y las carreteras sembradas de cagalitas tras su paso, los cigarros de liar que encendían mi tío o mi abuelo con aquellos chisqueros, el olor en el establo de las vacas de Juanito, el sabor de la leche recién ordeñada, el porrón de vino fresco sobre la mesa de la cocina, los paseos hasta el Canal o a la Ermita de San Miguel, el refresco en Ca(sa) Petiso, la voz cantarina y nerviosa de mi tía Socorro sirviendo vino a los parroquianos en la cantina de mi abuelo, aquella cantina con mesas amarmoladas y patas de hierro colado que estaba situada cerca de la plaza Calvo Sotelo.

Si cierro los ojos, todo se mezcla: el traqueteo del Iberia Express, la voz  de mi padre revisando llaves y plomos, el sabor de la tortilla de patata con cebolla en la fiambrera, los ladridos de los perros al doblar la ronda de las Brujas, el chaleco negro del abuelo Vicente, la imagen de la abuela Teodora, vestida de negro desde que murió mi tío Rafael,  siempre afanada en algún trabajo,  la puerta claveteada del Corro del Cuartel, el abuelo Máximo, la casa  de Autillo, el zumbido de las radios de válvulas y los relojes de pared marcando una hora que ya no existe.

sábado, 9 de febrero de 2019

Album sonoro familiar. "Mamae eu quero..."

Otra vieja canción que rescato del album familiar, una canción, que mis padres debieron escuchar por la radio de válvulas o en la gramola de  aquel "baile de la chupeta" de Fuentes a comienzos de los años 40. Se trata de la conocida canción popularizada por  Carmen Miranda en los  años 40 y compuesta por Vicente Paiva y otros autores en 1937 que decía  asi: 

Mamãe eu quero, mamãe eu quero 
Mamãe eu quero mamar! 
Dá a chupeta, dá a chupeta, ai, dá a chupeta 
Dá a chupeta pro bebê não chorar! 

Dorme filhinho do meu coração 
Pega a mamadeira em vem entra no meu cordão 
Eu tenho uma irmã que se chama Ana 
De piscar o olho já ficou sem a pestana 

Eu olho as pequenas, mas daquele jeito 
E tenho muita pena não ser criança de peito 
Eu tenho uma irmã que é fenomenal 
Ela é da bossa e o marido é um boçal

Les dejo con un video de Carmen Miranda cantando la susodicha canción:




La divertida canción cuenta la historia de un bebé que anhela chupar la leche del seno de su madre, pero en cambio tiene que conformarse con un biberón y un chupete.

En el acervo familiar queda una de las muchas versiones que he oido en castellano y  que yo recuerdo comenzaba así:

Mama, yo quiero,
Mama, yo quiero,
Mama, yo quiero mamar
unaaa...chupeta,
unaaa...chupeta porque el niño va a llorar

martes, 5 de febrero de 2019

Bailes y bares en el Fuentes de los años 40

Mis padres solían hablarme con frecuencia en casa de sus años mozos. Esta entrada es fruto de esos recuerdos en los que se entremezclan, como en otros muchos pueblos nombres, lugares y apodos. De los bailes, los que más recuerdo haber escuchado a mis padres eran en los años 40 el "baile de la chupeta", asi lo llamaban ellos, imagino que lo llamaban así porque iban los más "chiguitos" del pueblo que pagaban un real por la entrada (otros le llamaban por este mismo motivo el realero y era propiedad del señor Manuel) y el baile de Jesús, el confitero, que estaba situado en la plaza de Fuentes. En el piso de arriba estaban el salón de baile y el café o bar y en el piso de abajo vendían dulces. También era conocido este baile como el de los labradores, pues su entrada estaba reservada para los integrantes del gremio y tenías que enseñar una tarjeta de socio del gremio si querías entrar. 

Otros bailes de gremios eran el de los obreros y el de los artistas (que ejercían un oficio) y que regentaba Paco Pérez, con el baile abajo y el bar arriba. Mi abuelo antes de tener la cantina, era el dueño de la Ponderosa, creo que tuvo durante muy poco tiempo un baile, debió ser después de la guerra. Con los años cerraron estos bailes y abrieron otros como los bailes de Don Daniel, Don Isaac. En este último caso al salón de baile se sumaba una sala de cine en la parte de abajo y un café en la parte de arriba, aunque no abría más que para las grandes celebraciones.

Respecto a los bares, recuerdo de mi niñez, aparte de la cantina de mi abuelo Máximo, el bar de Petiso cerca de la iglesia de Santa María y el bar de Sindicatos en la plaza del pueblo. Décadas antes, en los años 40 debió haber unos cinco bares, el del señor Alejandro que contaba con una mesa de billar, el el del señor Bernardino y los mencionados Manuel, Jesús el confitero y Paco Pérez. Los bares tenían más surtido de productos y servicios que las tabernas o cantinas donde solo se servía vino y el mobiliario era más bien escaso. Algunos de ellos fueron los primeros lugares en los que llegó la televisión y antes de ellos la radio. Recuerdo sirviendo en la cantina a mi tía Socorro, las mesas tenían un acabado como apizarrado y verde oscuro y lo que más me llamaba la atención era el olor a vino que subía de la bodega. Como hemos podido ver los bares se conocían por el nombre de sus dueños pero no había un letrero indicando que aquel establecimiento se trataba de un bar. Tanto en los bares como en las cantinas los lugareños se juntaban, hablaban de sus cosas, y jugaban largas partidas al tute, a la brisca o al domino, al menos es lo que recuerdo de mi niñez, a finales de los años 60 y primeros 70.

El actual bar de Petiso comenzó siendo inicialmente una taberna. Junto a ella se podían encontrar otras como la del señor Rodrigo, la del señor Mariano, la de la señora Higinia y la de mi abuelo, la Ponderosa, aunque en esos años no se llamaba así. Mi abuelo la puso ese nombre en los primeros 60 cuando comenzó la televisión en España y una de las series estrella del momento era la mítica Bonanza. Tampoco se abrió ésta en los años 40, como se dice en la web de Fuentes porque que yo recuerde en tiempos de la República mi abuelo ya tenía abierta la cantina. No recuerdo nada de las posadas, aunque se dice en la citada web que en los años 40 había dos, una de ellas la regentaba la señora del estanco, se comía y dormía en ellas, siempre en un ambiente de escaso confort y gran austeridad.

FOTOS: Nº 1:  Plaza de Calvo Sotelo. Ayuntamiento de Fuentes de Nava. Propiedad de Nieves Matía. Nº 2: Foto panorámica de la plaza de Calvo Sotelo. Propiedad de Licinio Ruiz.   Nº 3: Foto de una calle de Fuentes de Nava. Propiedad de Rosa Diez y Loreto Monge.

lunes, 4 de febrero de 2019

Album sonoro familiar. "Tres cruces"

Siempre escuché en casa esta vieja canción, original del bilbaino Carmelo Larrea y que ha conocido diferentes versiones a lo largo de su historia. Es una canción que estará para mi unida indisolublemente a la memoria y existencia de mis padres. Me recordaba mi madre que para hacerle rabiar a mi padre, cuando aun eran novios,  solía pedir tocaran esta canción en el baile del pueblo. Y es que la letra si se fijan se las trae. ¡Cosas de los novios y los amores de aquellos tiempos!. Carmelo Larrea fue autor de otras famosas canciones como el pasodoble "No te puedo querer", otro clásico de mi familia (está claro que a mis padres les iba este rollo de los amores y desamores musicales), "Camino Verde" o "Puente de Piedra". Larrea trabajó para Machin para quien compuso muchas de sus canciones, "Noche triste", "A las doce en punto", "Un año más" y muchos más. De "Dos cruces" se han hecho más de 80 versiones diferentes, ha sido cantada por decenas de solistas y grupos,  traducida a varios idiomas y ha aparecido en numerosas películas y series

domingo, 3 de febrero de 2019

Recuerdos sobre otros romances de ciego

En la primera mitad del siglo XX, buena parte de los crímenes eran recogidos en las coplas que recitaban y vendían los ciegos por los pueblos. Recuerdo a mis padres tararear algún viejo romance que narraba algún  otro suceso truculento, hoy se llamarían violencia de género, antes se escondían bajo el ambiguo término de crímenes pasionales.  Uno de los romances que escuche a mi padre y a mi madre   hablaba del asesinato de una chica a manos de su novio y comenzaba así: "El día 7 de enero, a las 6 de la mañana, Luis Calvo hirió a su novia, le ha dado una puñalada". Ignoró el motivo que habría usado el asesino para justificar su crimen, pero probablemente la causa fuesen los celos, muy propios de varones inseguros que creían, además que su novias eran de su propiedad. El ataque fue repentino e inesperado por la víctima como indican las siguientes estrofas: "A esta no le ha dado tiempo a dar más exclamación que decir con una voz triste: ay, primo, ya me mató". 

La chica parece ser que era la hermana mayor de varios hermanos más pequeños, que estaban bajo su cuidado ayudando a su padre viudo. "usted se ha quedado viudo y nosotros sin madre" le dicen los más pequeños a su padre ante la muerte de su hermana que hacía de madre. Posteriormente la copla cuyas estrofas incompletas no recuerdo hablaban de que el asesino se había marchado junto al rio con intención de suicidarse, cortándose las venas con la misma navaja con que mató a su novia pero al final no logró cumplir con su propósito. "Su hermano le llevó al Hospital Provincial, a la Sala de Cirugía a ver si le podían curar". Posteriormente, el asesino confiesa su crimen y posterior intento de suicidio" ambos cometidos con el mismo arma.

Buscando otros romances y coplas he encontrado esta grabación de Joaquín Diaz de más de 40 minutos que recogen un buen ramillete de coplas o romance de ciego. La segunda copla que hace referencia a una chica llamada Julia que se hace pasar por hombre, "La militara" tenía el mismo sonsonete que la copla que he intentado reconstruir. En este disco aparece también la anteriormente referenciada "Julia Rodrigo".







sábado, 2 de febrero de 2019

Coplas de ciego: "Julia Rodrigo"

Este es otro romance o copla de ciego que escuché, sobre todo de mi padre Antonino. Ignoraba hasta hace su nombre. Para mi era "La pretendía un barbero", pero parece que su nombre era "Julia Rodrigo". Reproduzco textualmente la versión que escuché en mi niñez (pongo en rojo, los giros y cambios de la versión modificada que escuché en casa):


Un comerciante ya viudo
vivía en dicha ciudad 
éste tenía una hija
de veintiún años de edad.

Julia tenía por nombre
esta joven desgraciada
con un rostro tan alegre
que a todos enamoraba.

La (pretendía) ha pretendido un barbero,
gran mozo, guapo y prudente,
(más) Julia de él se enamora
y el padre (su padre) no lo consiente,
porque quería casarla
con un capitán muy viejo
que era bastante rico
mas Julia hacía desprecio.

Y su padre la decía:
- Piensa (Mira) lo que vas a hacer,
si al capitán le desprecias,
perdida te vas a ver.

Ya sabes que él te quiere
y tiene mucho dinero,
por eso te digo ahora
que desprecies al barbero.

Su hija le contestaba
con el rostro muy sereno:
- Todo lo que hable pierde,
pues yo no olvido al barbero.
He puesto el amor en él
y no le puedo olvidar,
por eso le desengaño:
que no quiero al capitán.


Y su padre al oír ésto,
por ver si la convencía
enseñándola un revólver
estas palabras decía:
- Si no olvidas al barbero,
con éste te he de matar;
y tú verás lo que eliges:
la muerte o al capitán.

Haga de mí lo que quiera,
yo no quiero al capitán,
he dado ya mi palabra
y no me volveré atrás.


Y a los tres días siguientes
aquel mal padre la encuentra
hablando con el barbero,
mas ya su vida la cuesta.


La coge de los cabellos
aquel padre malhechor
y arrastrada por el suelo
en un cuarto la encerró.


Allí estuvo veinte días
hasta que fue descubierta,
mas ya cuando la encontraron
la infeliz estaba muerta.

El mismo novio fue
aquel que lo declaró;
se presentó donde el juez
y de este modo le habló:

- Le respondo señor juez,
que ha desaparecido
la hija de don Fernando
llamada Julia Rodrigo.

Y creo que el mismo padre
la haya quitado la vida;
porque trataba conmigo
ya quiso matarla un día.

El juez le dijo al barbero
que cuánto tiempo hacía
que faltaba aquella joven,
y dijo que veinte días.

Entonces, el señor juez
y una pareja de guardias
fueron donde el comerciante
a registrarle la casa.

En esta segunda parte,
oirán con atención
el martirio de esta joven
que aquel malvado la dio.

El señor juez le pregunta
a aquel padre criminal
que dónde estaba su hija,
y él no pudo contestar.

Llamaron a la criada
y muy pronto declaró
que hacía ya veinte días
que en un cuarto la encerró.

- Y dijo mi señorito
que yo no lo descubriera,
porque si lo descubría
me cortaba la cabeza.

Así que lo descubrió,
ella misma les enseña
el cuarto donde encerró
a aquella humilde doncella.

En un cuarto muy oscuro,
donde guardan el carbón
allí estaba aquella joven
que causaba gran dolor.

Al lado tiene un papel
escrito con lapicero
que decía: “muero mártir
por no darme alimentos;
porque no quise casarme
con quien mi padre quería
me ha encerrado en este cuarto
y por él pierdo la vida.

Sin embargo le perdono,
que yo me voy a gozar
con los ángeles y santos
por toda la eternidad”.

Leyó el padre este papel
y se cayó desmayado,
mas apenas volvió en sí
a la cárcel le llevaron.

Lloraban con amargura
todas las mozas del barrio
cuando la sacan de casa
para llevarla al juzgado.

La familia de esta joven
llorando iba detrás
diciendo: “Que ahorquen pronto
a este padre criminal”.

- A mis queridos hermanos,
perdón a todos os pido
para que me perdonéis
la falta que he cometido.

Por amor al interés
yo mismo he martirizado
a una hija tan hermosa
más quiero morir ahorcado.

Y Dios quiera que mi hija
gozando en la gloria esté,
que murió martirizada
por ser yo un padre cruel.

Esta horrible crueldad
es muy justo que la pague:
ya que he matado a mi hija
deseo que a mí me maten.

Antes prefiero morir
que salir ya de la cárcel
porque comprendo que he sido
un padre malo e infame.

Los padres que tengáis hijas
bien os podéis enterar
para que no cometáis
esta gran barbaridad.