sábado, 6 de diciembre de 2025

Mis viajes al pueblo: Fuentes de Nava (1965-1971)

Cuando era niño, desde que tengo recuerdos, a primeros de agosto mi familia se preparaba para pasar un par de semanas en la casa de los abuelos, de mis abuelos maternos, Vicente Torres y Teodora Moro, situada, saliendo de la ronda de las Brujas a la izquierda, sobre una pequeña elevación del terreno, delante de lo que es  hoy la calle Cercas de Vega, antiguamente calle Huertas. 

Lo primero que me viene a la memoria de aquellos días  es el día de viaje. En casa, en Pamplona, todo empezaba mucho antes de subirse al tren. Mi padre, Antonino,  se levantaba muy temprano, más nervioso de lo habitual. Había que repasar bien todo: cerrar la llave del agua, bajar los plomos, comprobar una y otra vez que no se quedaba ninguna luz encendida. Una de las maletas, la más grande, la terminaba cerrando con cuerdas, "por si acaso".

Mi madre, Cecilia, ya tenía preparada la comida para la interminable jornada ferroviaria: unas generosas tortillas de patata con cebolla y algunos filetes, todo bien dispuesto en una fiambrera de las de antes. Yo vivía aquellos primeros días de agosto con una ilusión desbordada: significaban la ruptura con la aburrida cotidianidad y el comienzo de las vacaciones en el pueblo. Eran esos días y no otros porque era entonces cuando a mi padre le daban vacaciones en la fábrica, Bendibérica, antigua Frenos Urra.

Mi padre tenía la mala costumbre -o la bendita costumbre vaya usted a saber- de acudir con muchísima antelación a la estación del Norte. Se ponía muy nervioso antes de viajar, y claro, nos contagiaba a todos. A las ocho menos cuarto ya estábamos allí para coger el omnibús o tranvía hasta Alsasua, de color plateado, según guardo en la retina.

En Alsasua nos esperaba la primera prueba de paciencia: al menos dos horas, hasta las 11 de la mañana, dos horas que se hacían eternas hasta la llegada del  tren  Iberia Express, que venía desde Irún y acababa en Fuentes de Oñoro, en la provincia de Salamanca, casi en la muga con Portugal. Era un larguísimo convoy de una docena de vagones, con pasillos largos e interminables y aquellos compartimentos de madera tan característicos. Delante, una locomotora negra de vapor arrancaba con un resoplido hondo y nos arrastraba, traqueteando, a lo largo de la jornada. 

El viaje de apenas trescientos kilómetros duraba casi doce horas. Recuerdo el movimiento del tren, el calor dentro de los compartimentos, las jornadas luminosas de agosto vistas a través de la ventanilla del pasillo. Desde allí se sucedían las imágenes: la imponente proa del Monte Beriain al final de la sierra de San Donato, la sierra de Aralar, el desfiladero de Pancorbo abriéndose camino hacia la Meseta, algún toro de Osborne recortado en lo alto de un cerro, los túneles que se tragaban el tren y lo devolvían envuelto en humo.

Como niños inquietos, como solo lo pueden ser los niños  no solíamos aguantar demasiado tiempo quietos en el compartimento y de vez en cuando salíamos al pasillo ante la mirada desaprobatoria de nuestra madre, Cecilia. Las horas transcurrían lentas mecidos por el inconfundible traqueteo del convoy.

También recuerdo el variopinto paisanaje que llenaba aquellos vagones y compartimentos de madera: familias como la nuestra cargadas de bultos que viajaban desde la ciudad a sus pueblos de origen, "chortas" o reclutas que volvían a sus casas para pasar unos días, monjas, viajantes y jóvenes de ambos sexos en sus primeras escapadas viajeras por la geografía nacional de mediados y finales de los sesenta. Eran frecuentes las conversaciones improvisadas entre desconocidos, que a veces se quedaban a mitad de camino y otras llegaban hasta los destinos finales: Vitoria, Miranda de Ebro, Burgos, Venta de Baños...

A las cuatro y media llegábamos a Venta de Baños para hacer el último transbordo y coger el tren a Palencia, capital. No demasiado lejos de la estación se encontraba la parada del autobús de línea de Pobes, que generalmente nos dejaba en la calle Mayor de Fuentes en torno a las siete y media u ocho menos cuarto de la tarde, junto a la iglesia de Santa María. Desde allí, con las maletas más ligeras y el cansancio pegado al cuerpo, caminábamos hacia la casa de los abuelos. A medida que nos acercábamos a la trasera de la casa, los perros que estaban encerrados en el corral empezaban a ladrar como si nos reconocieran antes de vernos, lo que alertaba  al abuelo Vicente de nuestra llegada. La larga jornada de viaje había terminado.

Los abuelos nos preguntaban por como nos había ido el viaje y la conversación se alargaba hasta la cena e iba desde como habían crecido los niños, o sea nosotros, a los últimos acontecimientos acaecidos en el pueblo, desde nuestra última visita. Recuerdo que mi hermano y yo dormíamos en una cama en la habitación de mi tio Ignacio y en la otra mis padres. A la izquierda de esa habitación había otra donde dormían los abuelos. De aquella casa de la que conservo recuerdos muy nítidos me acuerdo del largo pasillo con una ligera inclinación ascendente desde la puerta de la entrada hasta la zona de las habitaciones en la parte más alta de la casa, y antes de llegar a ellas había una estancia que hacía de recibidor donde estaba la trébede y un  reloj de pared. Recuerdo bajar cada mañana descalzo por ese pasillo de baldosas rojas  fregadas hacía un rato por la abuela. El abuelo Vicente, con su chaleco negro, ya estaba jubilado por aquel entonces, pero seguía saliendo al campo a acompañar a su hijo Ignacio, que se ocupaba del rebaño de ovejas. Las ovejas dormían en una tenada cuatro casas más adelante. 

Al entrar en la casa había una estancia donde se secaban los quesos hechos por la abuela en la artesa y   también algunos chorizos colgados; Por unas escaleras se subía a una panera desde donde los gatos bajaban después, merodeando huidizos entre nuestras piernas Y también había un pequeño pajar aunque no recuerdo si se podía ver desde la panera o tenía un acceso directo.

A la izquierda del largo pasillo ascendente se abría un patio minúsculo y estrechísimo, con varias macetas de flores, enredaderas y un rincón donde mi abuela cultivaba perejil para utilizarlo en los guisos. El patio se iniciaba cerca de donde estaba la puerta de la cocina,  una estrecha estancia con dos partes bien diferenciadas, a la izquierda la pila del agua, el pozo, tapado con unas tablas, y el fogón donde se ponía el puchero, a la derecha la mesa de la cocina y en el medio de las dos partes de la estancia encontrábamos la puerta que daba al corral con los perros  y, bajo un sobrado, un pequeño corral de gallinas y la conejera justo enfrente de la puerta. Los perros, se llamaban Mora, una perra de pelo negro y Listo, el pobre muy viejito y de pelo grisaceo; eran los perros que recuerdo tenían mis abuelos cuando yo era muy niño, luego se incorporaría algún otro, de color canela, que respondía al nombre de Navarro, imagino que en homenaje a nuestra nueva patria adoptiva. 

En la cocina, junto a la puerta que daba al corral, había un ventanuco con cristales que dejaba pasar una luz escasa pero suficiente. En la pared colgaba un calendario zaragozano, de esos de taco, que el abuelo o la abuela deshojaban cada  día. Recuerdo perfectamente a mi abuelo Vicente comiendo un par de huevos fritos con pimentón en la cocina y también recuerdo a mi padre afeitándolo con una navaja de afeitar de las de antes, y tras el afeitado verse la cara en un espejito que había en la pared, rasuradita y brillante. Tras la cocina había una estancia,  la despensa, donde se guardaba el vino y en la que se guardaban tinajas, pucheros de barro, chorizos y manteca  y creo recordar que en la cocina había también una alacena donde mi abuela guardaba frascos, platos y algún dulce escondido. Siempre me ha sorprendido cómo en aquella casa, que no era tan grande, cabían tantas cosas y dependencias diferentes.

La casa de Vicente y Teodora estaba sobre una pequeña elevación, como las casas vecinas, mientras por debajo discurría un camino y, enfrente, se alzaba una enorme casa  llena de ventanales. En la pendiente de hierba frente a la casa colgaba a veces mi abuela la ropa blanca para que se secara al sol. Por las noches, desde aquella planicie, el cielo se abría como un libro de estrellas, y un farolillo en la esquina apenas rompía la oscuridad pero bastaba para que el pueblo pareciera más acogedor y sirviera de escenario para las interminables conversaciones de verano. No muy lejos de allí estaban las bodeguillas, hoy desaparecidas, y la calle de la Cárcaba, que también forma parte del mapa de mi memoria. 

Aunque pasábamos la mayor parte del tiempo en casa de mis abuelos maternos, no podía faltar la visita y comida de rigor en casa de mis abuelos paternos, Máximo Albillo y Felicitas Alario, que vivían en una casa situada en el corro del Cuartel, junto a la panadería de Sevilla. La panadería estaba situada a su izquierda. A su derecha había un taller de reparación de maquinaria agrícola y enfrente la casa de Martina, madrina de mi hermano Luis Angel que habitaba una casa enorme. Al franquear el portón de entrada de madera claveteada como tantas otras  recuerdo un zaguán con el suelo empedrado, como de cantos rodados, a la izquierda había un cuarto de estar con ventana  al Corro  y al fondo un dormitorio interior  o recámara con dos camas que  era el cuarto de los abuelos. Desde ese zaguán se podía subir a la panera, donde mi hermano me dice que había vasijas de cristal redondas que no eran sino garrafas de vino que luego se protegían con mimbre o esparto, o  monedas de cobre de la época de Isabel II y Alfonso XII. A la derecha del zaguán se abría la bajada a la bodega. 

En 1971 la bodega se hundió; el derrumbe amenazó la estabilidad de toda la casa y llenó de preocupación los últimos días del abuelo. Sin recursos para arreglarla, aquella angustia le fue minando hasta que murió de una parada cardiaca en junio de ese mismo año. Siempre he pensado que la preocupación por la bodega tuvo tanto que ver con su muerte como cualquier enfermedad y que precipitó su fallecimiento. Pasado el zaguán se accedía a una zona intermedia sin techo; a la izquierda estaba la cocina y una habitación, donde dormía mi tía Socorro y, más allá, un gran corral. A mano izquierda se veían los restos de una antigua cuadra con pesebre para las caballerizas.

Mi abuelo que había sido albañil en su juventud, como lo fue su padre Santiago,  había tenido, desde antes de la guerra, una cantina que a partir de los años 60 llamó "La Ponderosa", inspirado por la serie "Bonanza" famosa en la televisión de aquel  entonces. Estaba cerca de la plaza de Calvo Sotelo,  y también cerca de una pequeña tienda de alimentación regentada por una mujer a la que llamaban "la Jita". En casa de mi abuelo había también una radio de válvulas, con la que podía sintonizar "La Pirenaica"    en aquellos años grises de la última década del franquismo.

Los dos o tres últimos días de vacaciones los pasábamos en casa de mis tíos Angel y Afrodisia en el cercano pueblo de Autillo de Campos, a cuatro kilómetros de Fuentes. Era una casa grande, elegante, de dos plantas,  a la entrada del pueblo, muy cerca de la iglesia de Santa Eufemia, con su torre exenta. La puerta de la casa era de color crema, con timbre y aldaba metálica. Tras ella había un pequeño hall y una segunda puerta que daba acceso a la casa.

A la izquierda se encontraba el cuarto de estar, con el tresillo y la televisión, cuando todavía no todo el mundo la tenía. Allí recuerdo haber visto en aquellos años series como "Los persuasores", "Audacia es el juego", "Jim West", "El ladrón sin destino" y otras que se pierden en la niebla de mis recuerdos.  Al fondo del cuarto de estar había un dormitorio cuya ventana daba al corral y donde dormiría  años más tarde el abuelo Vicente cuando, ya viudo, se fue a vivir con su hija Afrodisia. 

El hall de entrada era amplio; allí estaba el imprescindible reloj de pared  y en mi recuerdo se cuela también la imagen de algún zorro disecado en actitud vigilante. A la derecha se abrían dos habitaciones, las de mis tíos y la que utilizaban mis padres cuando íbamos. Por unas escaleras se subía a la planta superior, donde había una despensa muy surtida: recuerdo  las galletas que mi tía acumulaba y que acababan caducándose. Desde el recibidor se pasaba a una antecocina y, a la derecha, a la cocina propiamente dicha. La radio de válvulas de la casa estaba en esa antecocina, acompañando el trajín diario.

Tras la antecocina se accedía a un patio con un pozo a la derecha. En la parte alta de la casa mi tía tenía unas colmenas de las que sacaba cera y miel; cerca, un bloque de flores daba color al conjunto, una parte del cual estaba cubierto por un sobretecho. A la izquierda se abría el corral, con gallinas, algún gallo un tanto agresivo y el corral de ganado.

Del pueblo de  Autillo recuerdo también una fuente a la salida del pueblo de la que salía agua al mover una manivela, un antiguo lavadero cubierto, la vieja torre de piedra donde se alojó la reina doña Berenguela convertida en pajar, los palomares redondos y ese ambiente de pueblo chico donde nuestra visita como en Fuentes se convertía en toda una novedad. 

Qué otros recuerdos guardo de aquel entonces. Son muchísimas las imagenes, momentos,  sonidos y olores que se agolpan en mi memoria pugnando por salir: los rebaños de ovejas levantando polvo por los caminos y las carreteras sembradas de cagalitas tras su paso, los cigarros de liar que encendían mi tío o mi abuelo con aquellos chisqueros, el olor en el establo de las vacas de Juanito, el sabor de la leche recién ordeñada, el porrón de vino fresco sobre la mesa de la cocina, los paseos hasta el Canal o a la Ermita de San Miguel, el refresco en Ca(sa) Petiso, la voz cantarina y nerviosa de mi tía Socorro sirviendo vino a los parroquianos en la cantina de mi abuelo, aquella cantina con mesas amarmoladas y patas de hierro colado que estaba situada cerca de la plaza Calvo Sotelo.

Si cierro los ojos, todo se mezcla: el traqueteo del Iberia Express, la voz  de mi padre revisando llaves y plomos, el sabor de la tortilla de patata con cebolla en la fiambrera, los ladridos de los perros al doblar la ronda de las Brujas, el chaleco negro del abuelo Vicente, la imagen de la abuela Teodora, vestida de negro desde que murió mi tío Rafael,  siempre afanada en algún trabajo,  la puerta claveteada del Corro del Cuartel, el abuelo Máximo, la casa  de Autillo, el zumbido de las radios de válvulas y los relojes de pared marcando una hora que ya no existe.